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martes, 25 de agosto de 2015

EL MONASTERIO DE MELÓN (2)



Reunidos de nuevo los compañeros, comentan las noticias: el cambio de actitud del abad, el fallecimiento del joven monje («Cuentan que cayó por un terraplén», comenta Guillermo Chosco), los actos impíos en el monasterio… Isidro es de la opinión de que deben investigar esos sucesos, y Artús está de su parte. A Roque parece que sólo lo mueve la curiosidad, pero deciden averiguar algo ese mismo día.
Por supuesto, los planes mejor trazados suelen torcerse. No digamos, pues, los esbozos improvisados…



Roque decide probar la eficacia de su recién preparado bebedizo de sueños con Salma, mientras desayunan en la taberna. Pero ésta, más lista de lo que aparenta, cambia su bebida con su amo, y es el noble Isidro quien queda dormido sobre la mesa mientras Xertrude Estévez, la tabernera, ruega a tan nobles señores que rescaten a su hija Branca de la Santa Compaña como hicieron con Roi. De hecho, la misma Uxía acude a agradecerles su ayuda, y a pedir que busquen a su marido…
Con Isidro fuera de juego, Melchor toma el mando y decide que lo primero es averiguar si hay algún rastro de los desaparecidos en las cercanías, que a él la cuestión cristiana poco le importa, y una vez ayude a estos aldeanos emprenderá camino a Vigo. Pero, ante la insistencia de sus compañeros, acuerda dividir el grupo: irá al campo con Roque y Adrao, su compañero marinero, mientras su otro acompañante, Bernal, se ocupa de acomodar a Isidro. Y Artús intentará, con ayuda de Salma, descubrir lo sucedido con Domingo.
Acomodado Isidro en casa del curandero, Artús y Salma interrogan a una anciana que vive cerca del monasterio, a la que la gente de Melón atribuye poderes para ver cosas ocultas y a la que llaman Andreia a Vedoira. La buena señora está encantada de hablar, hasta por los codos, y parece querer saber más de lo que realmente sabe. Pero sacan en claro que, la noche en que Domingo murió, ella lo vio salir corriendo del monasterio y perderse por una vereda que lleva al chamizo de Xenxo do Val, un ermitaño. Y, como parece que las ganas de hablar se contagian, Xenxo está encantado de hablar con dos mujeres («Reconozco a una mujer cuando la veo», insiste ante las negativas de Artús, «y tú eres una mujer») y contar la historia de cómo el joven monje cayó antes su puerta, todavía vivo, y lo recogieron otros monjes que venían tras él encapuchados. Aún vivía cuando se lo llevaron, pero al día siguiente se celebró el funeral.
El resto del grupo, rastreando bosques embarrados, no encuentra rastros útiles para saber qué pudo ser de los desaparecidos. Aunque sí que encuentran la procesión de ánimas conocida como Santa Compaña, de la que se esconden para descubrir, tras caer en la cuenta de que la Compaña no sale de día, que no son más que hombres encapuchados que portan cirios. Los siguen hasta un campamento en el que, a escondidas, ven que una mujer de aspecto demasiado joven dirige al grupo de hombres armados al tiempo que se regocija de «la reunión con Lope esta noche para la ceremonia».



Despierto Isidro, ponen en común la información que tienen hasta el momento. Adrao y Bernal insisten en que el capitán Manecho espera su cargamento, y Melchor decide que él marchará al amanecer, pase lo que pase. De todos modos, molestos los otros por no haber hallado a los desaparecidos, deciden cortar por lo sano: si esta noche va a realizarse algún ritual impío en el monasterio, ellos estarán allí para verlo.
Ni cortos ni perezosos, en cuanto anochece, el grupo se dirige al monasterio. Han visto a lo largo de la tarde la llegada de hombres encapuchados («Don Lope el Oso», dicen los aldeanos con temor, «acompañado por la hija de la Meiga») y la entrada, más o menos en secreto, de las prostitutas de Eladio. Y hay luces encendidas a horas poco pías, y no precisamente en el Sagrario…
Ayudándose en un poyete de piedra aledaño al muro, los cinco saltan al recinto amurallado, evitando así la puerta principal, por la que se pasean dos hombres fornidos con armas bajo sus capas. Y se dirigen al claustro, no sin que Isidro se detenga un momento junto a la leñera, preocupado de repente por su seguridad, para hacerse con un hacha con la que defenderse si llega la ocasión. Y no tardan mucho en llegar, con todo el sigilo posible, al claustro del monasterio, desde el que exploran las diferentes puertas abiertas dejándose guiar por las luces y los gemidos, aparentemente placenteros, que emanan de las diferentes estancias.
Quizás algunas de las evidencias apuntaban a ello, pero no deja de sorprenderlos el obsceno espectáculo: monjes desnudos, o medio desnudos, copulando como animales con hermosas mujeres. Con las prostitutas, sí, pero también con algunas jóvenes morenas de belleza casi sobrenatural que parecen demandar todas las atenciones, dueñas y señoras de lo que ya no es sino un antro impío en el que los monjes fornican contra natura, unos con otros y con los animales de granja, un auténtico remedo de Sodoma y Gomorra.
Es entonces cuando Roque oye unos aullidos asustados, y descubre que no todos los participantes son voluntarios, pues tras una de las puertas hay mujeres encadenadas, probablemente algunas de las desaparecidas del pueblo, siendo azotadas y vejadas de maneras que apenas osaría describir por un grupo de monjes y una criatura desnuda que parece ser tanto hombre como mujer. Y, rabioso por lo que ha visto, ataca al ser hermafrodita, causando su muerte mientras los monjes huyen.



Y así se acaba el secreto, mientras Isidro, Melchor y Artús (que insiste en decir que este terreno ya no es sagrado, pues no siente la presencia de Dios aquí) espían la capilla en la que el abad Antonio y un hombre que debe ser el Oso asisten a una criatura de dos varas y media de altura, con cuerpo de hombre robusto y cabeza de macho cabrío, que sacia sus apetitos bestiales con una mujer tras otra. Y que mira hacia la puerta, como todos los presentes, cuando empiezan a sonar los primeros gritos de alarma. Y los viajeros, que ya han visto bastante, deciden salir del monasterio. «No sin rescatar a esas desdichadas», dice Roque, antes de que un par de las criaturas mitad hombre y mitad mujer se abalancen sobre ellos, armas improvisadas en mano.
El noble Isidro demuestra que hizo bien en coger el hacha, y Melchor se revela diestro en el bracamante hasta que cae bajo el hechizo de una de las mujeres sobrenaturales. Hechizo que no afecta a Artús el Mirlo, que desvela la condición femenina que algunos de sus conocidos ya sospechaban, para librar a su compañero de lo que llama «un demonio sexual». Mientras Salma se dispone a usar su pericia para liberar a las cautivas, el resto están preocupados de que lleguen los refuerzos o se una a la lucha la criatura caprina, pues una cosa es luchar contra hombres y mujeres desnudos y casi desarmados, y otra muy distinta…
Pero ninguno conoce bien a Salma. Cleptómana, sádica y totalmente resentida con los cristianos… No sólo va cogiendo cualquier cachivache que encuentra, por inútil que sea, sino que acuchilla a sangre fría a la primera de las prisioneras antes de prender fuego al monasterio mientras murmura «esto es lo que os merecéis, malditos cristianos. Allahu akbar». Y luego huye a la carrera, gritando que el monasterio arde… «¡Sálvese quien pueda!»
Viendo llegar los refuerzos, la noche iluminada por las llamas que devoran todo lo que en Santa María de Melón es combustible, y los monjes reorganizando sus filas, los cinco que fueron demasiado curiosos se dan a la fuga, encontrándose con grandes dificultades para que Artús, ahora ya desvelado como Trega do Bernal, e Isidro consigan trepar el muro. Aunque el peor parado es Melchor, que cae sobre el poyete al saltar al otro lado, llevándose un fuerte golpe que casi hace que pierda el sentido.
No hay tiempo para detenerse, sin embargo. Se reúnen con Adrao y Bernal, que ya disponían la carreta cargada de barricas de vino, y huyen entre las frías sombras que preceden al amanecer, intentando alejarse del pueblo que despierta alertado por gritos y fuego, y de la responsabilidad en frustrar (o no) los planes del abad y del señor.
Y las primeras luces del alba los encuentran ya rumbo a Vigo…

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