Aquella noche
duró veinte horas. O más. Ya llevaba veinte horas caminando, de manera
vacilante, en la oscuridad casi completa de una noche sin estrellas. No estaba
segura de qué estaba pisando: guijarros deslizantes, maderos astillados o
restos del accidente, pedazos metálicos del casco de la embarcación que la
había llevado allí. Fuese dónde fuese, «allí». ¿Y los demás? No había visto a
nadie desde que dejó la playa, internándose hacia… No estaba segura de dónde
estaba. Y los aullidos. Sí, ésa era la palabra: aullidos que parecían correr a
su alrededor como seres vivos. Parecía una locura, pero no eran sonidos
emitidos por ningún animal, mucho menos por una persona. Juraría que el propio
sonido…
Respiró
profundamente, apoyándose en lo que parecía ser un tronco muerto. Contó en
silencio: uno, dos, tres, cuatro… Al fin, sin poder resistir la pulsión, miró
el móvil de nuevo. La cobertura oscilaba, pero ya era mediodía. Veinte horas y
media de oscuridad, con los nervios a flor de piel. ¿Podía fiarse del reloj del
aparato? Apagó la pantalla para ahorrar batería, pero… Volvió a mirar: casi un
día sin recargar el terminal. ¿Era posible? Sonrió con desgana. Después de
tanto quejarse, al fin su teléfono aguantaba. ¡En menudas circunstancias!
Resignada, temiendo aún llamar la atención de lo que acechaba a su alrededor,
encendió la linterna y empezó a buscar.
No recordaba
bien el accidente. Un barco de recreo, buen clima, la noche cayendo sobre la
fiesta, bailarines oscilantes a la luz de la luna y las lámparas veladas… Después,
los destellos, las luces coloridas de una improbable aurora boreal o un
amanecer temprano. ¡Ah, el amanecer! Después del golpe, no sabía si contra un
arrecife o una costa inesperada, se arrastró al exterior esperando que la ayuda
llegase con el amanecer. Pero lo que no llegó fue la luz del sol. Ni la luna.
Apenas alguna estrella vacilante. Y aullidos a su alrededor. Y el golpeteo
metálico: clac-clac, clac-clac…
Apagó la
linterna, temblando sudorosa, al oírlo. Petrificada, intentó determinar la
dirección desde la que había sonado. Clac-clac, clac-clac. Allí estaba otra
vez, contrastando con el lúgubre ulular a su alrededor. Sus instintos le decían
que corriese hacia el otro lado, y a punto estuvo de obedecerlos. Pero llevaba
veinte horas sin ver ni oír a otro ser humano, sin saber dónde estaba o qué
estaba sucediendo. Y la curiosidad fue más fuerte. Así que se encaminó hacia la
fuente del claqueteo, no sin antes
hacerse con un palo de tacto recio para su seguridad.
Al fin,
apartando las hojas metálicas que suponía parte del barco —y que no llegaba a
imaginar cómo habían acabado tan lejos tierra adentro—, se introdujo por lo que
parecía el cauce seco de un río. Pero ya no oía nada, casi ni los aullidos, y
la oscuridad era todavía más tenebrosa que antes, si es que era posible. Se
detuvo, con los ojos y los oídos muy abiertos, intentando discernir algo como
un perro de caza. Pero no había nada. Buscó de nuevo su teléfono móvil, con
dedos temblorosos, para encender la linterna. El haz de luz iluminó lo que sólo
podría describir como naturaleza muerta y gris a su alrededor. Nada se movía, y
hasta los colores parecían desvanecerse en el aire que, casi sin notarlo, había
empezado a enfriarse. Ya podía ver su aliento ascendiendo frente a ella en oleadas
temblorosas. Parecidas al vaho que vislumbró a unos pasos a su derecha. Dirigió
la luz hacia allí, y encontró unos ojos que la miraban.
—¿Buscas el
amanecer? —la anciana terminó con tos seca el gorjeo que pretendía ser risa—.
No hay amanecer aquí. No hay nada más.
La naufraga
comprobó de nuevo la batería, inalterable pese a llevar un rato con la linterna
encendida, apoyado el teléfono en una roca para iluminar a la mujer caída. Era
más alta de lo que parecía, y estaba segura de que le sacaría una cabeza si
pudiese ponerse en pie. Pero parecía consumida, en los huesos, aunque sus ojos
eran extrañamente vivaces y sus rasgos, de alguna forma, familiares.
—Debimos
desviarnos de nuestra ruta, señora. Creo que estamos al norte, porque la noche
tan larga…
—No sé dónde
estoy —respondió la mujer, alzando una mano temblorosa—. Pero no he visto el
sol en los años que llevo aquí.
—¿Años? —No
podía ser. Seguro que su interlocutora estaba enferma, una demencia, fiebre tal
vez. Sí, sería eso. Había salido a pasear, se había caído… Pero eso era bueno:
alguien la estaría buscando, y las encontrarían.
Saltó, perdida
en sus pensamientos, al notar el toque de la anciana.
—Corre ahora,
o te alcanzarán a ti también —sonaba preocupada, más lúcida que antes, aunque
lo que decía parecía una locura—. ¡Corre sin mirar atrás! ¡Hacia allí!
Un zumbido y
algo entrevisto por el rabillo del ojo dieron alas a sus pies, y corrió hacia la oscuridad que señalaba el dedo
extendido de la septuagenaria con la sangre martilleando en sus oídos. Sólo
volvió la vista cuando se dio cuenta de que había dejado el móvil iluminando a
la señora. Y, a la tenue luz, creyó ver cómo las propias sombras cobraban vida
y se cernían sobre el cuerpo yaciente que dejaba atrás. Redobló sus esfuerzos,
tropezando en la oscuridad sin saber hacia donde corría. Hasta que empezó a ver
una luz que brillaba delante suyo, un punto blanco que crecía a ojos vista. Y
corrió hacia él.
El calor la
golpeó como algo sólido, con la sensación de zambullirse en el aire desde la
nada. Tropezó, y cayó dando vueltas hacia una playa llena de guijarros.
Mientras se incorporaba, notó que algo había cambiado: graznidos y gorjeos
sonaban tras ella, con tranquilizadora familiaridad. Y el mar susurraba sobre
la arena con una naturalidad que se le antojaba extraña.
Y, al otro
lado del horizonte, se alzaba un sol rosáceo. Nunca en su vida, pensó con
lágrimas en los ojos, se había alegrado tanto de ver el amanecer.
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