La lluvia, siempre la lluvia, sigue cayendo sobre las tierras al norte del río Miño, empapando lacatedral de Santa María de Tui, la villa que la rodea, el frondoso Monte Aloia, y a los cinco sorprendidos buscadores de tesoros que aún contemplan en su cima, sorprendidos de seguir con vida, el cadáver de la criatura con semblanza de mujer que intentó acabar con sus días en este mundo.
Repuestos al
fin del estupor, es Roque quien lleva la voz cantante, explicando a sus
compañeros que la criatura debía ser alguna clase de guardiana. Los castros de origen celta que los rodean
indican, con total seguridad, que éste es un punto de confluencia mágica. Por
tanto, deduce, la entrada al reino de los mouros
no ha de estar lejos. Y así, Salma vuelve a repasar sus notas para guiar a su
amo y acompañantes en una búsqueda exhaustiva alrededor del gran árbol que
constituye su mejor indicio. Búsqueda que resulta totalmente infructuosa,
llevando a discusiones entre los miembros del variopinto grupo, acusaciones a
la esclava Salma Al-Hayek de ocultar información, desesperación creciente según
cae la noche y la incomodidad causada por la persistente llovizna comienza a
pesar en el ánimo de los buscadores… Al fin, el joven alquimista don Isidro da
voz a los temores de todos: no hay ningún tesoro en ese lugar. Ni entrada a
ningún reino subterráneo ni nada parecido. O Salma ha confundido las
instrucciones, o era Harum El Saad, autor del manuscrito original, el
equivocado. La única manera de descubrir la verdad es volver a Tui, a intentar
que el hermano Calixto les deje acceder a la biblioteca de nuevo.
Ya ha caído la
noche cuando llegan a Tui, y acceden a las dependencias episcopales. Don Xoan
se muestra exultante al verlos, pues ya temía por su seguridad. No son los
únicos en rondar por ahí a horas intempestivas, les cuenta, pues hace poco
tiempo que salió doña Loísa, acompañada por Martiño el trovador, a buscar sabe
Dios qué en la noche lluviosa. Y Artús divisa unas luces en la playa fluvial,
alertando a los demás de que «eso debe ser lo que busca la señora». Por ello,
pese a las reticencias de Salma y Roque, el resto del grupo se aventura en la
oscuridad, bien sea por curiosidad, bien sea por auténtico deseo de ayudar, si
no a doña Loísa sí al joven Martiño. La tormenta arrecia, y los aullidos de los
lobos parecen rodear la villa desde el norte. «El comportamiento de esos
animales no es natural», coinciden en afirmar tanto Roque como don Xoan de Tui,
por lo que el brujo con semblanza de cazador decide ir en busca de sus
conocidos, tal vez amigos, llevándose a Salma con él, ya que «has de estar
donde esté tu amo».
Don Isidro,
Melchor y Artús avanzan, inclinadas las cabezas para hacer frente a las rachas
de lluvia, hacia el río Miño. Y allí, en la orilla de las agitadas aguas,
alcanzan a distinguir a doña Loísa de Arcade. La joven habla, con los brazos
extendidos, con dos imponentes figuras masculinas, aparentemente desnudas. «He
venido a ti, amigo Abadio», juran Melchor y Artús que está diciendo la mujer,
cuando gritos a su derecha hacen que
quede todo olvidado: Martiño se defiende a duras penas de dos grandes lobos
negros, cuyo mero aullido parece helar la sangre. Pero los tres compañeros se
sobreponen a sus temores, aferran sus armas y avanzan. Melchor y Artús se
abalanzan sobre los lobos —«No los miréis a los ojos», advierte don Isidro el
Alto antes de dirigirse hacia la invocadora—, apartándolos de su presa en forma
de trovador, para encontrarse ellos mismos en dificultades ante el contraataque
de las dos criaturas de apariencia sobrenatural. El alquimista castellano
encara, mientras tanto, a doña Loísa, acusándola de conspirar con criaturas
demoníacas. La respuesta de la muchacha, cuyo rostro iluminado por los
relámpagos nocturnos ya parece cualquier cosa menos inocente, es arengar a sus
dos acompañantes escamosos contra él. Y el noble don Isidro, pese a llevar con
él su hacha de leñador, no puede mantener el campo contra estos adversarios, y
se ve obligado a retroceder.
Pronto
descubren los compañeros que se han precipitado: ninguno de ellos es hombre de
armas, y se encuentran pobremente equipados para hacer frente a entidades de
índole demoníaca, seres ajenos a la voluntad de Dios. Parece que no les queda
más remedio que apiñarse, cubriéndose unos a otros —la cobarde Salma en el
medio, con la excusa de atender al trovador herido— hasta que la muerte los
alcance. Pero los aullidos que siguen resonando en la noche no proceden de sus
atacantes y, a la luz de los relámpagos, pueden ver un gran lobo blanco en la
colina junto a la catedral. «Es el Lobo de Santiago», dice Roque, y lo confirma
Artús el goliardo con una sonrisa esperanzada. No es para menos, ya que desde
los montes cercanos bajan decenas, quizás cientos, de lobos que, en gigantesca
manada, cruzan las calles de la villa para dirigirse al río, atemorizando a los
tudenses que todavía permanecen despiertos.
Al fin sonríe
la fortuna al grupo de desesperados, pese a que don Isidro y Melchor miran con
desconfianza a las bestias carnívoras que se acercan a gran velocidad. Pero,
como explica el trovador Martín Códax, al Lobo de Santiago le desagrada que los
cánidos negros —a los que se refiere como urcos—
huellen sus tierras, por lo que azuza con penetrantes aullidos a sus seguidores
lupinos para atacar a las impías criaturas y a sus amos del mar, los hombres
torvos y silenciosos que en toda la costa gallega conocen como mariños. Libres al fin de su asedio, don
Isidro, Roque y Melchor encaran a quien consideran causante de sus desgracias:
doña Loísa, hija del conde de Soutomaior. La joven, viéndose perdida, retrocede
cuchillo en mano, intentando defenderse de sus atacantes. Es en vano, pues al poco
resulta desarmada y herida, e incluso abandonada, a pesar de sus súplicas para
que el ensangrentado mariño al que
llama Abadio no se sumerja en las aguas del Miño. Y todavía dudan las crónicas
si era la mano de Roque o la de don Isidro la que empuñaba el arma que destrozó
carne y huesos, abriendo el pecho de la desdichada en golpe tan terrible que
expuso sus pulmones y le arrebató la vida, al tiempo que los lobos devoraban
las criaturas caídas.
Llega, al fin,
el día de la despedida. Ya está mediado el mes de diciembre, y Roque Silvestre
desea emprender camino para volver a su hogar en Villar del Manzanares,
llevando con él al trovador Martín Códax, el rubio Martiño, para cumplir con la
misión que tenía encomendada. Trega do Bernal, todavía disfrazada como el
goliardo Artús el Mirlo, decide acompañarlos, continuando al servicio de Roque
con la esperanza de que su camino la lleve de nuevo a las cercanías de alguna
universidad meritoria, quizás la de Salamanca. Martiño está encantado de
acompañarlos, pensando que el conde de Soutomaior no tardará en aparecer para
vengar la muerte de su amada hija. En su viaje, dice, encontrarán a algún otro
de Los Caminantes… Y su propio
destino.
Por su parte,
don Isidro el Alto permanece en Tui. Al fin tendrá acceso a la biblioteca de la
catedral, piensa. Su objetivo es el Clavis
secretorum alchimiae, y los secretos que sospecha todavía ocultos en el
Monte Aloia. No tiene más remedio que quedarse a su lado Salma Al-Alim, su
reticente esclava. Pero ahora ve un resquicio para su liberación, ya que cree
que el texto de Harum El Saad esconde las claves para llegar al tesoro del mouro, pese a los errores de orientación
del autor. En cuanto a Melchor Ben Yehudá, el marino curioso, permanece al
servicio del alquimista amigo de su padre, cambiando su vida en el mar junto al
capitán Manecho por un oficio como protector —empieza a descubrir en sí mismo
un don para la violencia— y la posibilidad de obtener atisbos ocasionales de
los secretos que el mundo oculta.
Y se acerca la
Navidad…