Reunidos de
nuevo los compañeros, comentan las noticias: el cambio de actitud del abad, el
fallecimiento del joven monje («Cuentan que cayó por un terraplén», comenta
Guillermo Chosco), los actos impíos en el monasterio… Isidro es de la opinión
de que deben investigar esos sucesos, y Artús está de su parte. A Roque parece
que sólo lo mueve la curiosidad, pero deciden averiguar algo ese mismo día.
Por supuesto,
los planes mejor trazados suelen torcerse. No digamos, pues, los esbozos
improvisados…
Roque decide
probar la eficacia de su recién preparado bebedizo de sueños con Salma,
mientras desayunan en la taberna. Pero ésta, más lista de lo que aparenta,
cambia su bebida con su amo, y es el noble Isidro quien queda dormido sobre la
mesa mientras Xertrude Estévez, la tabernera, ruega a tan nobles señores que
rescaten a su hija Branca de la Santa Compaña como hicieron con Roi. De hecho,
la misma Uxía acude a agradecerles su ayuda, y a pedir que busquen a su marido…
Con Isidro
fuera de juego, Melchor toma el mando y decide que lo primero es averiguar si
hay algún rastro de los desaparecidos en las cercanías, que a él la cuestión
cristiana poco le importa, y una vez ayude a estos aldeanos emprenderá camino a
Vigo. Pero, ante la insistencia de sus compañeros, acuerda dividir el grupo: irá
al campo con Roque y Adrao, su compañero marinero, mientras su otro
acompañante, Bernal, se ocupa de acomodar a Isidro. Y Artús intentará, con
ayuda de Salma, descubrir lo sucedido con Domingo.
Acomodado
Isidro en casa del curandero, Artús y Salma interrogan a una anciana que vive
cerca del monasterio, a la que la gente de Melón atribuye poderes para ver
cosas ocultas y a la que llaman Andreia a Vedoira. La buena señora está
encantada de hablar, hasta por los codos, y parece querer saber más de lo que
realmente sabe. Pero sacan en claro que, la noche en que Domingo murió, ella lo
vio salir corriendo del monasterio y perderse por una vereda que lleva al
chamizo de Xenxo do Val, un ermitaño. Y, como parece que las ganas de hablar se
contagian, Xenxo está encantado de hablar con dos mujeres («Reconozco a una
mujer cuando la veo», insiste ante las negativas de Artús, «y tú eres una
mujer») y contar la historia de cómo el joven monje cayó antes su puerta,
todavía vivo, y lo recogieron otros monjes que venían tras él encapuchados. Aún
vivía cuando se lo llevaron, pero al día siguiente se celebró el funeral.
El resto del
grupo, rastreando bosques embarrados, no encuentra rastros útiles para saber
qué pudo ser de los desaparecidos. Aunque sí que encuentran la procesión de
ánimas conocida como Santa Compaña, de la que se esconden para descubrir, tras
caer en la cuenta de que la Compaña no sale de día, que no son más que hombres
encapuchados que portan cirios. Los siguen hasta un campamento en el que, a
escondidas, ven que una mujer de aspecto demasiado joven dirige al grupo de
hombres armados al tiempo que se regocija de «la reunión con Lope esta noche
para la ceremonia».
Despierto
Isidro, ponen en común la información que tienen hasta el momento. Adrao y
Bernal insisten en que el capitán Manecho espera su cargamento, y Melchor
decide que él marchará al amanecer, pase lo que pase. De todos modos, molestos
los otros por no haber hallado a los desaparecidos, deciden cortar por lo sano:
si esta noche va a realizarse algún ritual impío en el monasterio, ellos
estarán allí para verlo.
Ni cortos ni
perezosos, en cuanto anochece, el grupo se dirige al monasterio. Han visto a lo
largo de la tarde la llegada de hombres encapuchados («Don Lope el Oso», dicen
los aldeanos con temor, «acompañado por la hija de la Meiga») y la entrada, más
o menos en secreto, de las prostitutas de Eladio. Y hay luces encendidas a
horas poco pías, y no precisamente en el Sagrario…
Ayudándose en
un poyete de piedra aledaño al muro, los cinco saltan al recinto amurallado,
evitando así la puerta principal, por la que se pasean dos hombres fornidos con
armas bajo sus capas. Y se dirigen al claustro, no sin que Isidro se detenga un
momento junto a la leñera, preocupado de repente por su seguridad, para hacerse
con un hacha con la que defenderse si llega la ocasión. Y no tardan mucho en
llegar, con todo el sigilo posible, al claustro del monasterio, desde el que
exploran las diferentes puertas abiertas dejándose guiar por las luces y los
gemidos, aparentemente placenteros, que emanan de las diferentes estancias.
Quizás algunas
de las evidencias apuntaban a ello, pero no deja de sorprenderlos el obsceno
espectáculo: monjes desnudos, o medio desnudos, copulando como animales con
hermosas mujeres. Con las prostitutas, sí, pero también con algunas jóvenes
morenas de belleza casi sobrenatural que parecen demandar todas las atenciones,
dueñas y señoras de lo que ya no es sino un antro impío en el que los monjes
fornican contra natura, unos con otros y con los animales de granja, un
auténtico remedo de Sodoma y Gomorra.
Es entonces
cuando Roque oye unos aullidos asustados, y descubre que no todos los
participantes son voluntarios, pues tras una de las puertas hay mujeres
encadenadas, probablemente algunas de las desaparecidas del pueblo, siendo
azotadas y vejadas de maneras que apenas osaría describir por un grupo de
monjes y una criatura desnuda que parece ser tanto hombre como mujer. Y,
rabioso por lo que ha visto, ataca al ser hermafrodita, causando su muerte
mientras los monjes huyen.
Y así se acaba
el secreto, mientras Isidro, Melchor y Artús (que insiste en decir que este
terreno ya no es sagrado, pues no siente la presencia de Dios aquí) espían la
capilla en la que el abad Antonio y un hombre que debe ser el Oso asisten a una
criatura de dos varas y media de altura, con cuerpo de hombre robusto y cabeza
de macho cabrío, que sacia sus apetitos bestiales con una mujer tras otra. Y
que mira hacia la puerta, como todos los presentes, cuando empiezan a sonar los
primeros gritos de alarma. Y los viajeros, que ya han visto bastante, deciden
salir del monasterio. «No sin rescatar a esas desdichadas», dice Roque, antes
de que un par de las criaturas mitad hombre y mitad mujer se abalancen sobre
ellos, armas improvisadas en mano.
El noble
Isidro demuestra que hizo bien en coger el hacha, y Melchor se revela diestro
en el bracamante hasta que cae bajo el hechizo de una de las mujeres sobrenaturales.
Hechizo que no afecta a Artús el Mirlo, que desvela la condición femenina que
algunos de sus conocidos ya sospechaban, para librar a su compañero de lo que
llama «un demonio sexual». Mientras Salma se dispone a usar su pericia para
liberar a las cautivas, el resto están preocupados de que lleguen los refuerzos
o se una a la lucha la criatura caprina, pues una cosa es luchar contra hombres
y mujeres desnudos y casi desarmados, y otra muy distinta…
Pero ninguno
conoce bien a Salma. Cleptómana, sádica y totalmente resentida con los
cristianos… No sólo va cogiendo cualquier cachivache que encuentra, por inútil
que sea, sino que acuchilla a sangre fría a la primera de las prisioneras antes
de prender fuego al monasterio mientras murmura «esto es lo que os merecéis,
malditos cristianos. Allahu akbar». Y
luego huye a la carrera, gritando que el monasterio arde… «¡Sálvese quien
pueda!»
Viendo llegar
los refuerzos, la noche iluminada por las llamas que devoran todo lo que en
Santa María de Melón es combustible, y los monjes reorganizando sus filas, los
cinco que fueron demasiado curiosos se dan a la fuga, encontrándose con grandes
dificultades para que Artús, ahora ya desvelado como Trega do Bernal, e Isidro
consigan trepar el muro. Aunque el peor parado es Melchor, que cae sobre el
poyete al saltar al otro lado, llevándose un fuerte golpe que casi hace que
pierda el sentido.
No hay tiempo
para detenerse, sin embargo. Se reúnen con Adrao y Bernal, que ya disponían la
carreta cargada de barricas de vino, y huyen entre las frías sombras que
preceden al amanecer, intentando alejarse del pueblo que despierta alertado por
gritos y fuego, y de la responsabilidad en frustrar (o no) los planes del abad
y del señor.
Y las primeras
luces del alba los encuentran ya rumbo a Vigo…