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miércoles, 20 de enero de 2016

LOS MISTERIOS DE TUI (y 3)

(Llega, al fin, la última entrega de las azarosas desventuras de nuestro grupo de aventureros en Tui. Y, con ella, llegaron algunas decisiones importantes por parte de los jugadores, a las que dedicaré una pequeña entrada esta misma semana)





La lluvia, siempre la lluvia, sigue cayendo sobre las tierras al norte del río Miño, empapando lacatedral de Santa María de Tui, la villa que la rodea, el frondoso Monte Aloia, y a los cinco sorprendidos buscadores de tesoros que aún contemplan en su cima, sorprendidos de seguir con vida, el cadáver de la criatura con semblanza de mujer que intentó acabar con sus días en este mundo.
Repuestos al fin del estupor, es Roque quien lleva la voz cantante, explicando a sus compañeros que la criatura debía ser alguna clase de guardiana. Los castros de origen celta que los rodean indican, con total seguridad, que éste es un punto de confluencia mágica. Por tanto, deduce, la entrada al reino de los mouros no ha de estar lejos. Y así, Salma vuelve a repasar sus notas para guiar a su amo y acompañantes en una búsqueda exhaustiva alrededor del gran árbol que constituye su mejor indicio. Búsqueda que resulta totalmente infructuosa, llevando a discusiones entre los miembros del variopinto grupo, acusaciones a la esclava Salma Al-Hayek de ocultar información, desesperación creciente según cae la noche y la incomodidad causada por la persistente llovizna comienza a pesar en el ánimo de los buscadores… Al fin, el joven alquimista don Isidro da voz a los temores de todos: no hay ningún tesoro en ese lugar. Ni entrada a ningún reino subterráneo ni nada parecido. O Salma ha confundido las instrucciones, o era Harum El Saad, autor del manuscrito original, el equivocado. La única manera de descubrir la verdad es volver a Tui, a intentar que el hermano Calixto les deje acceder a la biblioteca de nuevo.



Ya ha caído la noche cuando llegan a Tui, y acceden a las dependencias episcopales. Don Xoan se muestra exultante al verlos, pues ya temía por su seguridad. No son los únicos en rondar por ahí a horas intempestivas, les cuenta, pues hace poco tiempo que salió doña Loísa, acompañada por Martiño el trovador, a buscar sabe Dios qué en la noche lluviosa. Y Artús divisa unas luces en la playa fluvial, alertando a los demás de que «eso debe ser lo que busca la señora». Por ello, pese a las reticencias de Salma y Roque, el resto del grupo se aventura en la oscuridad, bien sea por curiosidad, bien sea por auténtico deseo de ayudar, si no a doña Loísa sí al joven Martiño. La tormenta arrecia, y los aullidos de los lobos parecen rodear la villa desde el norte. «El comportamiento de esos animales no es natural», coinciden en afirmar tanto Roque como don Xoan de Tui, por lo que el brujo con semblanza de cazador decide ir en busca de sus conocidos, tal vez amigos, llevándose a Salma con él, ya que «has de estar donde esté tu amo».



Don Isidro, Melchor y Artús avanzan, inclinadas las cabezas para hacer frente a las rachas de lluvia, hacia el río Miño. Y allí, en la orilla de las agitadas aguas, alcanzan a distinguir a doña Loísa de Arcade. La joven habla, con los brazos extendidos, con dos imponentes figuras masculinas, aparentemente desnudas. «He venido a ti, amigo Abadio», juran Melchor y Artús que está diciendo la mujer, cuando gritos a su derecha  hacen que quede todo olvidado: Martiño se defiende a duras penas de dos grandes lobos negros, cuyo mero aullido parece helar la sangre. Pero los tres compañeros se sobreponen a sus temores, aferran sus armas y avanzan. Melchor y Artús se abalanzan sobre los lobos —«No los miréis a los ojos», advierte don Isidro el Alto antes de dirigirse hacia la invocadora—, apartándolos de su presa en forma de trovador, para encontrarse ellos mismos en dificultades ante el contraataque de las dos criaturas de apariencia sobrenatural. El alquimista castellano encara, mientras tanto, a doña Loísa, acusándola de conspirar con criaturas demoníacas. La respuesta de la muchacha, cuyo rostro iluminado por los relámpagos nocturnos ya parece cualquier cosa menos inocente, es arengar a sus dos acompañantes escamosos contra él. Y el noble don Isidro, pese a llevar con él su hacha de leñador, no puede mantener el campo contra estos adversarios, y se ve obligado a retroceder.



Pronto descubren los compañeros que se han precipitado: ninguno de ellos es hombre de armas, y se encuentran pobremente equipados para hacer frente a entidades de índole demoníaca, seres ajenos a la voluntad de Dios. Parece que no les queda más remedio que apiñarse, cubriéndose unos a otros —la cobarde Salma en el medio, con la excusa de atender al trovador herido— hasta que la muerte los alcance. Pero los aullidos que siguen resonando en la noche no proceden de sus atacantes y, a la luz de los relámpagos, pueden ver un gran lobo blanco en la colina junto a la catedral. «Es el Lobo de Santiago», dice Roque, y lo confirma Artús el goliardo con una sonrisa esperanzada. No es para menos, ya que desde los montes cercanos bajan decenas, quizás cientos, de lobos que, en gigantesca manada, cruzan las calles de la villa para dirigirse al río, atemorizando a los tudenses que todavía permanecen despiertos.
Al fin sonríe la fortuna al grupo de desesperados, pese a que don Isidro y Melchor miran con desconfianza a las bestias carnívoras que se acercan a gran velocidad. Pero, como explica el trovador Martín Códax, al Lobo de Santiago le desagrada que los cánidos negros —a los que se refiere como urcos— huellen sus tierras, por lo que azuza con penetrantes aullidos a sus seguidores lupinos para atacar a las impías criaturas y a sus amos del mar, los hombres torvos y silenciosos que en toda la costa gallega conocen como mariños. Libres al fin de su asedio, don Isidro, Roque y Melchor encaran a quien consideran causante de sus desgracias: doña Loísa, hija del conde de Soutomaior. La joven, viéndose perdida, retrocede cuchillo en mano, intentando defenderse de sus atacantes. Es en vano, pues al poco resulta desarmada y herida, e incluso abandonada, a pesar de sus súplicas para que el ensangrentado mariño al que llama Abadio no se sumerja en las aguas del Miño. Y todavía dudan las crónicas si era la mano de Roque o la de don Isidro la que empuñaba el arma que destrozó carne y huesos, abriendo el pecho de la desdichada en golpe tan terrible que expuso sus pulmones y le arrebató la vida, al tiempo que los lobos devoraban las criaturas caídas.



Llega, al fin, el día de la despedida. Ya está mediado el mes de diciembre, y Roque Silvestre desea emprender camino para volver a su hogar en Villar del Manzanares, llevando con él al trovador Martín Códax, el rubio Martiño, para cumplir con la misión que tenía encomendada. Trega do Bernal, todavía disfrazada como el goliardo Artús el Mirlo, decide acompañarlos, continuando al servicio de Roque con la esperanza de que su camino la lleve de nuevo a las cercanías de alguna universidad meritoria, quizás la de Salamanca. Martiño está encantado de acompañarlos, pensando que el conde de Soutomaior no tardará en aparecer para vengar la muerte de su amada hija. En su viaje, dice, encontrarán a algún otro de Los Caminantes… Y su propio destino.
Por su parte, don Isidro el Alto permanece en Tui. Al fin tendrá acceso a la biblioteca de la catedral, piensa. Su objetivo es el Clavis secretorum alchimiae, y los secretos que sospecha todavía ocultos en el Monte Aloia. No tiene más remedio que quedarse a su lado Salma Al-Alim, su reticente esclava. Pero ahora ve un resquicio para su liberación, ya que cree que el texto de Harum El Saad esconde las claves para llegar al tesoro del mouro, pese a los errores de orientación del autor. En cuanto a Melchor Ben Yehudá, el marino curioso, permanece al servicio del alquimista amigo de su padre, cambiando su vida en el mar junto al capitán Manecho por un oficio como protector —empieza a descubrir en sí mismo un don para la violencia— y la posibilidad de obtener atisbos ocasionales de los secretos que el mundo oculta.
Y se acerca la Navidad…

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