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jueves, 11 de febrero de 2016

PERCEPCIÓN DE RIESGO Y SUPERVIVENCIA EN EL ROL (1)



LOS PERSONAJES MUERTOS
En todas las partidas de rol, con mayor o menor frecuencia, con mayor o menor trauma para sus jugadores, los personajes mueren. El problema con los fallecimientos de personajes no es tanto evitar traumas a los jugadores —el síndrome del “máster mamá”—, sino que surge más bien de la desaparición aleatoria de personajes en cantidades industriales, lo que ralentiza y lastra enormemente cualquier campaña.
Y ahí está la clave: en lo aleatorio. No hay ningún inconveniente en que un grupo completo de personajes tome decisiones equivocadas, una tras otra, que los lleven a fenecer sin remedio. Podemos aderezar esto con pobres habilidades por parte de los personajes, o pésimas tiradas en manos de los jugadores, y el desastre está servido. Pero no pasa nada: la vida es así, y la muerte también. Gajes del oficio de semejantes personajes, y parte inherente de la sensación de peligro que debe rodear toda buena aventura.
Y sin embargo…
Sin embargo, hay juegos en los que el peligro es una mera cuestión de estadística, de cuándo le tocará a este personaje recibir el golpe mortal, sin que haya manera dentro del sistema, o en las acciones que puedan los jugadores tomar en la narrativa, de que la actitud o capacidades del mismo interfieran con su destino fatal.




LA PERCEPCIÓN DEL RIESGO
Y así, viendo como había juegos en los que pasábamos parte de cada sesión creando personajes nuevos, empezamos a pensar en qué fallaba y por qué había juegos en los que no sucedía esto. Y, sobre todo dándole vueltas mi hermano y yo —que no en vano somos los directores de juego en nuestra mesa habitual, semana sí y semana también—, llegamos a la conclusión de que la capacidad de supervivencia es, o debería ser, un recurso gestionable por los jugadores. Sobre todo, en aras de mantener la sensación de peligro.
Me explico: en la vida real, en el mundo en el que todos nos desenvolvemos, basta la amenaza del peligro para que experimentemos la sensación de riesgo de la que hablamos. Es, por tanto, una “extraordinaria aventura” y una sensación de riesgo adrenalínica ver cómo nos miran mal una serie de extraños amenazadores mientras preparamos nuestros puños por si acaso. Y no hubo nada. ¿Realmente se trataba de una situación peligrosa, o fue un engaño de nuestra imaginación desbocada y nadie nos miraba mal? ¿Y qué me decís de un “casi accidente” con el coche? ¿O un paseo nocturno en un área desconocida? ¿Esos ruidos extraños en un aparcamiento subterráneo, sin nadie más a la vista? Incluso gente en profesiones de riesgo o más expuestas a peligros reales —policías, soldados, bomberos y personas por el estilo— apenas están sometidos a más peligro real que el común de los mortales. Y, cuando lo están, se mueren.
Pensemos ahora en nuestros personajes: ¿cuántas veces pelean a lo largo de cada sesión de juego? ¿Cuántas trampas o viajes arriesgados afrontan? ¿Cuántas veces ponen su vida en peligro, su cuello en la picota, cada día de sus vidas? Y, aun así, deben ser héroes. Héroes como los que vemos en las novelas y películas que nos entretienen de manera rutinaria. Y esto nos lleva al concepto de sensación de peligro o percepción de riesgo. Si perdemos esa sensación, la partida no valdrá nada. Pero, para unos héroes de ficción, sobre todo en la mesa de juego, la percepción de riesgo es muy diferente a la que tendríamos nosotros.



Veamos un ejemplo: vas conduciendo y oyes un estampido. Pierdes el control del coche, y forcejeas con el volante y los pedales para intentar frenar con seguridad mientras el vehículo derrapa, saliéndose de la carretera. Finalmente, el coche se detiene en el arcén, pero el motor se ahoga y no responde. Sales, agitado y contrariado, pensando en el neumático reventado, sólo para darte cuenta de que algo ha impactado en el lateral del vehículo. ¿Es eso un disparo? No podrías asegurarlo, pues no tienes costumbre de recibir muchos, pero parece que… Sí, hay más a lo largo del chasis. Alguien te ha disparado.
Miras alrededor, los nervios en tensión, y ves a dos hombres que corren hacia ti con armas de fuego —¿Son eso armas de fuego? Parece que sí— en las manos. Asustado, huyes mientras suenan estampidos, como truenos a tu espalda, y oyes silbar los proyectiles que levantan nubecillas de polvo apenas a un metro de ti, delante y a los lados. Alarmado, buscas refugio tras un murete que delimita los cultivos cercanos. Pero, apenas saltas el muro, quedas paralizado por la presencia de una mujer emboscada con una pistola que claramente apunta hacia ti. El resplandor del disparo te ciega por un momento, pero recuperas la vista para ver cómo se dispone a dispararte de nuevo, así que la golpeas con una piedra del muro que ni sabes de qué manera llegó a tus manos. La golpeas una y otra vez, hasta que deja de moverse. Sólo entonces, respirando trabajosamente, te palpas en busca de sangre o alguna herida. Milagrosamente, el disparo casi a bocajarro ha fallado, y pareces intacto.
Y te acuerdas de tus perseguidores, por lo que te abalanzas frenéticamente sobre la pistola, sosteniéndola en tu mano —es la primera vez que coges un arma de verdad— con inseguridad, intentando recordar todas las películas y juegos de rol que has visto en tu vida. ¿Cómo se maneja esto? ¿Qué modelo es? ¿Tiene seguro? ¿Hay que amartillarla? ¿Cómo puedo saber cuántas balas le quedan? Acabas de disponer el arma, con la sangre rugiendo en tus oídos como una marea ensordecedora, y te asomas por encima del muro de piedra en busca de tus perseguidores, temiendo que ya estén sobre ti, pues tu visión lateral desapareció con la concentración extrema y apenas oyes nada. ¿Dónde están?
Imagino que el día que a cualquiera de nosotros nos pase algo semejante ya tendremos suficiente aventura para una vida entera. Y anécdota para contar una y otra vez. Ya no te digo nada si desembarcas en Normandía —sí, los impactos caen lejos de ti, y ves las trazadoras pasando altas, pero ¡eh, te están disparando!—, buscas refugio siguiendo a tu sargento, desembolsas el fusil y disparas una o dos veces hacia las líneas enemigas. ¿Le has dado a alguien? Seguramente no, pero tampoco te importa. Te agachas, esperando la orden de avanzar, mientras oyes caer proyectiles de mortero y ves al compañero que permanecía en pie arrodillarse gritando con el rostro ensangrentado. Sobrevivirá, pero a costa de uno de sus ojos y la mitad de la visión del otro. Y cuando volváis a casa seréis héroes los dos, sin tener que hacer nada más. ¡Ésta sí que es una historia!



¿Y qué pasa con los personajes de nuestras partidas en una situación similar? Veamos: vas conduciendo y el director de juego anuncia que te disparan. Coge los dados y tira una ráfaga —con los dados a la vista, el muy cabrón, para que nadie pueda ignorar el resultado—, pero los únicos impactos dan en el coche, sin penetrar ni la estructura excepto para dañar el motor. “¡Paquetes!”, aulláis al unísono mientras el director pide una tirada de conducir. Sin problema, que tienes más de un 80 %. Superada con la punta del… Bueno, que te apeas y reconoces los disparos. Y pasas la percepción para ver que se acercan dos enemigos. “¿Tirada de templanza? Venga, no me vengas con eso ahora… Vale, vale, que no está acostumbrado a estas cosas, que es un chupatintas… ¡Toma templanza! ¿Se pueden sacar críticos en estas tiradas?”
El personaje echa a correr —que no eres tonto, y son dos, y con armas automáticas—, pero van a dispararle antes de que encuentre un refugio. Suenan los dados rodando ominosamente por la mesa y… Espera, espera, que tienen penalizadores por distancia y fallan otra vez. Y otra. “¡Vaya inútiles! Estoy por darme la vuelta y cargar contra ellos, que seguro que no me dan”. Pero, pese a las bravatas, no te arriesgas y buscas refugio. “¡¿Cómo que una tía con una pistola?! Venga, vamos, ¿y no me he dado cuenta?” Pero el director de juego es cruel y el dado del disparo rueda para… ¿Es eso una pifia? No, pero casi. Fallo seguro, claro. Vamos, vamos, ahora por iniciativa. Vaya tía lenta, que ni con la pistola se mueve. “¿Puedo coger una piedra suelta del muro para chafarle la cabeza? Pues ahí va, tiro y ¡Al suelo! ¡Cómo mola!”
Enemigo caído, pistola en la mano, tiradas de percepción… “¿Dónde están ésos, ahora que el personaje está armado? Se van a enterar ahora, que todo lo que me han disparado y ni me han tocado. Mira, punto de golpe al máximo.”
Y lo de Normandía, más de lo mismo. “Ni se han acercado, y mis puntos de vida siguen bien. ¿Y le vas a aplicar secuelas al compañero? Venga, que ni llega el daño a la mitad de la vida, que sólo son cuatro esquirlas de rebote. ¿Dónde está el peligro?”
Y he aquí la clave: los jugadores ven todos los alrededores con calma, saben cómo funciona el sistema, ven las tiradas fallidas, las tiradas de daño. Y lo que para cualquiera sería una situación de peligro claro, para un jugador —que tampoco se juega realmente la vida— es una tranquilidad absoluta, pues no ha utilizado ninguno de sus recursos para sobrevivir. Los enemigos fallan, o sus tiradas de defensa son muy altas y se siente intocable. ¿Dónde está el peligro?
La respuesta está clara: el peligro consiste en recibir daño, en sentirlo “en la ficha”. Y en este momento es cuando surge la duda acerca de los sistemas de juego más verosímiles. Mientras en cualquier derivado de D&D vas a sufrir al ver como ese dragón va soltando daño descomunal tras daño descomunal, y lo vas restando de tus puntos de golpe con esa vocecita en tu cabeza repitiendo “No vas a aguantar, no vas a aguantar”, lo que introduce al jugador de cabeza en la sensación de peligro, en otros juegos puede pasar… Ejemplo de una partida de Pendragón dirigida por mi hermano: un caballero acorrala al jefe de una partida incursora sajona, contando con la ventaja de combatir a caballo. Después de cinco o seis asaltos de combate, el caballero gana más que pierde, aún no lo han tocado y el sajón sangra por dos heridas que, calculando a ojo, deben tenerlo a la mitad de sus puntos de golpe. ¿Qué aconseja la prudencia? ¿Qué debería hacer el caballero? ¿Luchar a la defensiva? ¿Retirarse del combate? ¿De verdad hay algo que indique un peligro inminente? En el asalto siguiente, el sajón obtiene un crítico, lo que causa un daño de 10d6, restando los 16 de la armadura del caballero y yendo contra sus 22 puntos de golpe. Sacad la media de la tirada, y decidme si os sorprende que el caballero acabase en negativos de un único golpe.
Sin posibilidad de pensar “éste enemigo es peligroso”, sin posibilidad de “voy a pasar a modo defensivo porque me ha dado dos pescozadas buenas”, sin otro tipo de gestión de sus recursos de combate, recibe un impacto letal de difícil recuperación.



¿Qué estas cosas pueden pasar en la vida real? Sí. De hecho, el daño de una espada real es “muerte”, no hace falta que “tire dados”. Pero que caigan personajes y personajes por este tipo de tiradas y hechos fortuitos en circunstancias en las que la situación parecía controlada —y no existía, de hecho, otra posibilidad de juego para afianzar la seguridad en esa situación— estaba arruinando un par de campañas.

Y la solución, o una de ellas, fueron los Puntos de Supervivencia (seguro que los veteranos ya sabéis más o menos por donde va el tema), de los que hablaremos en la siguiente entrada.

1 comentario:

  1. No estoy de acuerdo con que necesite poner en peligro mi hoja de PJ para experimentar el riesgo. Si juego, por ejemplo, a "La llamada de Cthulhu" como jugador sé que un señor con una pistola no es un peligro (por mecánica las armas de fuego son ridículas en ese sistema) y eso no me impide acojonarme si me viene un fulano armado, son cosas distintas. De hecho, pensar que puedo perder el PJ por causas ajenas a mi voluntad lo único que consigue es que pierda interés en la partida.

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