—¿Qué tumulto es
ése? —preguntó el conde de Gálvez con gesto distraído, aprovechando la excusa
para dejar el posado, soltar el folio que ya estaba cansado de sujetar
graciosamente y desentumecer las piernas paseando hasta la puerta.
El maestro
Maella no se lo tomó a mal, acostumbrado como estaba a la impaciencia de sus
modelos, y se concentró en la mezcla de pigmentos con la que esperaba capturar
el azulón de la cinta de la medalla para que atrajese todas las miradas cuando
el retrato estuviese terminado, destacando la condecoración sobre el ribete de
la casaca. Al fin y al cabo, pensaba
mientras su imaginación pergeñaba pinceladas sin trazar, ya tengo casi resuelta la luz del rostro. El resto era cuestión de
técnica.
—Este hombre
desea veros, señor —explicó el ujier con la gravedad propia de su posición—.
Pero ni está citado ni ha solicitado audiencia.
—¡Estuve con
vuestra excelencia en la Luisiana! —gritaba alguien al final del pasillo,
oculto por los soldados que le impedían el paso—. ¿Os acordáis, don Bernardo?
¿Os acordáis de Pansacola?
Se acordaba, por
supuesto. Se acordaba. Del desembarco en Santa Rosa y de los inútiles cañones
que había dejado allí Juan Campbell, guardados por apenas siete hombres que no
esperaban la que les vino encima. Y de cómo, después de conseguir la armada que
necesitaba para tomar la bahía, tuvo que entrar sólo con el Gálveston —Yo solo, rezaban sus armas desde entonces con autorización real— y
a punto estuvo de irse al traste el asedio por segunda vez por las reticencias
de Calvo Iriazábal. También se acordaba de lo que había sucedido antes: el
avance por los pantanos hasta Baton Rouge,
la batalla de Fuerte Charlotte y la conquista de Mobila. Allí, de pie en un
pasillo tan ricamente adornado, con el chaleco henchido por la barriga
prominente que los buenos tiempos le habían dado, nada parecía más real que lo
que había dejado atrás en Nueva España. ¿Habían pasado ya tres años desde la
campaña de Mobila y Pansacola? ¿Un año desde que desfiló con el general
Washington bajo una bandera que no era la suya aunque, en cierto modo, también
lo era?
Con el gesto
enérgico pero casual de quien acostumbra a mandar, indicó que le franqueasen el
paso al hombre moreno, bajito y duro, de piel como cuero curtido y ropa casi
blanca —el ojo práctico del conde creía reconocer en ella una casaca militar—
que había visto mejores días. Un hombre con paso firme y continente humilde
como tantos de los que lo habían seguido en la campaña contra los ingleses, que
no se atrevía a levantar la mirada en presencia de sus superiores, tan fuera de
lugar como parecía en las estancias palaciegas, pero que era otro en campo
abierto: no sólo había visto a hombres como aquél sostenerle la mirada —y la
opinión— a sus mandos, sino que los había visto batirse como si estuviesen
hechos de hierro y piedra, en circunstancias adversas, sin dar el brazo a
torcer, sostenidos por su orgullo. O por la creencia de que su rey y su bandera
estaban con ellos. Quizás él mismo había sido uno de aquellos soldados, tres
años antes.
—Dígame su
nombre, por favor —preguntó con la amabilidad acostumbrada a su interlocutor,
que sostenía nervioso el sombrero entre las manos encallecidas.
—Respondo por
Julián, excelencia.
—¿Es cierto que
sirvió usted a mis órdenes cuando lo de Pansacola? ¿Navegaba en el Gálveston?
—Es bien cierto,
señor. —Julián se atrevía ahora, con orgullo renovado, a sostener la mirada del
conde de Gálvez—. También marché con vuestra excelencia por los pantanos de la
Luisiana, después del huracán, cuando lo de Manchac.
—Recuerdo aquello
—rememoró don Bernardo de Gálvez con una sonrisa—. Ni una baja hubo en el
puesto de Manchac de sorprendidos que estaban los ingleses. Pero la marcha por
los pantanos…
La frase quedó
en el aire mientras el conde recordaba las penurias sufridas, los caídos por
las fiebres palúdicas, las escaramuzas con las avanzadillas enemigas por
exploradores indios, graves y peligrosos como los apaches contra los que había
luchado —casi muerto, pensó, sintiendo de nuevo el lanzazo en el pecho— en
México, apenas llegado de la península.
—Yo vivía en
Barataria entonces —interrumpió Julián las ensoñaciones de don Bernardo—.
Cuando lo del huracán, quiero decir, que los vientos se llevaron mi casa. Pero
no me arrepiento de haber luchado contra los ingleses con su excelencia.
—¿Y qué se le
ofrece, don Julián? ¿Se le adeuda algo de aquella campaña?
—Oh, por
supuesto que no, excelencia —se apresuró a confirmar el interpelado—. Sólo
vengo a pediros una gracia, por la generosidad que sé que vuestra excelencia…
—Al grano, don
Julián, que no necesito que me acaricien el lomo.
—Me casé con una
joven de allí —empezó Julián su relato—. India, pero católica y muy buena
persona. Muy buena, la mi mujer. Y quiero que conozca mi tierra.
—¿Y no puede
usted llevarla? Ahora está en España.
—Estoy,
excelencia. Pero yo nací en el Puerto, que aquí le dicen Arrecife, en las
Islas. Y quiero que la mi Maricarmen vea el Charco de San Ginés.Yaiza, Timanfaya... Todo Lanzarote.
—Tendría que
haberme dado cuenta —respondió el conde—, que muchos de sus paisanos estuvieron
bajo mi mando en Nueva España. Pero se le ha suavizado a usted el acento.
El antiguo
soldado no dijo nada. Se limitó a encogerse de hombros.
—No se agobie
usted —continuó don Bernardo, apoyando paternalmente la mano en el hombro de su
antiguo subalterno—. Ese viaje tiene solución. Yo también me casé allí, y sé lo
que es compartir recuerdos y añoranzas con la mujer de uno.
—Don Bernardo
—se atrevió a interrumpir el maestro pintor—, la luz declina y no podremos…
—Dejadla que
decline, don Mariano. —El rostro del conde de Gálvez se iluminaba con una
sonrisa—. Mañana habrá ocasión de seguir pintando retratos, que ahora tengo un
camarada con quien pintar viejas batallas.
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