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domingo, 10 de junio de 2018

AÑORANZA



   —¿Qué tumulto es ése? —preguntó el conde de Gálvez con gesto distraído, aprovechando la excusa para dejar el posado, soltar el folio que ya estaba cansado de sujetar graciosamente y desentumecer las piernas paseando hasta la puerta.
   El maestro Maella no se lo tomó a mal, acostumbrado como estaba a la impaciencia de sus modelos, y se concentró en la mezcla de pigmentos con la que esperaba capturar el azulón de la cinta de la medalla para que atrajese todas las miradas cuando el retrato estuviese terminado, destacando la condecoración sobre el ribete de la casaca. Al fin y al cabo, pensaba mientras su imaginación pergeñaba pinceladas sin trazar, ya tengo casi resuelta la luz del rostro. El resto era cuestión de técnica.





   —Este hombre desea veros, señor —explicó el ujier con la gravedad propia de su posición—. Pero ni está citado ni ha solicitado audiencia.
   —¡Estuve con vuestra excelencia en la Luisiana! —gritaba alguien al final del pasillo, oculto por los soldados que le impedían el paso—. ¿Os acordáis, don Bernardo? ¿Os acordáis de Pansacola?
   Se acordaba, por supuesto. Se acordaba. Del desembarco en Santa Rosa y de los inútiles cañones que había dejado allí Juan Campbell, guardados por apenas siete hombres que no esperaban la que les vino encima. Y de cómo, después de conseguir la armada que necesitaba para tomar la bahía, tuvo que entrar sólo con el GálvestonYo solo, rezaban sus armas desde entonces con autorización real— y a punto estuvo de irse al traste el asedio por segunda vez por las reticencias de Calvo Iriazábal. También se acordaba de lo que había sucedido antes: el avance por los pantanos hasta Baton Rouge, la batalla de Fuerte Charlotte y la conquista de Mobila. Allí, de pie en un pasillo tan ricamente adornado, con el chaleco henchido por la barriga prominente que los buenos tiempos le habían dado, nada parecía más real que lo que había dejado atrás en Nueva España. ¿Habían pasado ya tres años desde la campaña de Mobila y Pansacola? ¿Un año desde que desfiló con el general Washington bajo una bandera que no era la suya aunque, en cierto modo, también lo era?
   Con el gesto enérgico pero casual de quien acostumbra a mandar, indicó que le franqueasen el paso al hombre moreno, bajito y duro, de piel como cuero curtido y ropa casi blanca —el ojo práctico del conde creía reconocer en ella una casaca militar— que había visto mejores días. Un hombre con paso firme y continente humilde como tantos de los que lo habían seguido en la campaña contra los ingleses, que no se atrevía a levantar la mirada en presencia de sus superiores, tan fuera de lugar como parecía en las estancias palaciegas, pero que era otro en campo abierto: no sólo había visto a hombres como aquél sostenerle la mirada —y la opinión— a sus mandos, sino que los había visto batirse como si estuviesen hechos de hierro y piedra, en circunstancias adversas, sin dar el brazo a torcer, sostenidos por su orgullo. O por la creencia de que su rey y su bandera estaban con ellos. Quizás él mismo había sido uno de aquellos soldados, tres años antes.
   —Dígame su nombre, por favor —preguntó con la amabilidad acostumbrada a su interlocutor, que sostenía nervioso el sombrero entre las manos encallecidas.
   —Respondo por Julián, excelencia.
   —¿Es cierto que sirvió usted a mis órdenes cuando lo de Pansacola? ¿Navegaba en el Gálveston?
   —Es bien cierto, señor. —Julián se atrevía ahora, con orgullo renovado, a sostener la mirada del conde de Gálvez—. También marché con vuestra excelencia por los pantanos de la Luisiana, después del huracán, cuando lo de Manchac.
   —Recuerdo aquello —rememoró don Bernardo de Gálvez con una sonrisa—. Ni una baja hubo en el puesto de Manchac de sorprendidos que estaban los ingleses. Pero la marcha por los pantanos…
   La frase quedó en el aire mientras el conde recordaba las penurias sufridas, los caídos por las fiebres palúdicas, las escaramuzas con las avanzadillas enemigas por exploradores indios, graves y peligrosos como los apaches contra los que había luchado —casi muerto, pensó, sintiendo de nuevo el lanzazo en el pecho— en México, apenas llegado de la península.




   —Yo vivía en Barataria entonces —interrumpió Julián las ensoñaciones de don Bernardo—. Cuando lo del huracán, quiero decir, que los vientos se llevaron mi casa. Pero no me arrepiento de haber luchado contra los ingleses con su excelencia.
   —¿Y qué se le ofrece, don Julián? ¿Se le adeuda algo de aquella campaña?
   —Oh, por supuesto que no, excelencia —se apresuró a confirmar el interpelado—. Sólo vengo a pediros una gracia, por la generosidad que sé que vuestra excelencia…
   —Al grano, don Julián, que no necesito que me acaricien el lomo.
   —Me casé con una joven de allí —empezó Julián su relato—. India, pero católica y muy buena persona. Muy buena, la mi mujer. Y quiero que conozca mi tierra.
   —¿Y no puede usted llevarla? Ahora está en España.
   —Estoy, excelencia. Pero yo nací en el Puerto, que aquí le dicen Arrecife, en las Islas. Y quiero que la mi Maricarmen vea el Charco de San Ginés.Yaiza, Timanfaya... Todo Lanzarote.
   —Tendría que haberme dado cuenta —respondió el conde—, que muchos de sus paisanos estuvieron bajo mi mando en Nueva España. Pero se le ha suavizado a usted el acento.
   El antiguo soldado no dijo nada. Se limitó a encogerse de hombros.
   —No se agobie usted —continuó don Bernardo, apoyando paternalmente la mano en el hombro de su antiguo subalterno—. Ese viaje tiene solución. Yo también me casé allí, y sé lo que es compartir recuerdos y añoranzas con la mujer de uno.
   —Don Bernardo —se atrevió a interrumpir el maestro pintor—, la luz declina y no podremos…
   —Dejadla que decline, don Mariano. —El rostro del conde de Gálvez se iluminaba con una sonrisa—. Mañana habrá ocasión de seguir pintando retratos, que ahora tengo un camarada con quien pintar viejas batallas.

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