Como ya está en marcha el proyecto de Historia de un revólver, de Ronin literario, y mi aportación al proyecto no fue seleccionada, pues... Aquí la tenéis, para vuestro disfrute y para conocer vuestra opinión. Aviso, eso sí, de que no he vuelto a revisar (ni siquiera a releer) lo escrito desde el día en que lo presenté a concurso. Simplemente voy a pegarlo aquí, y volveré a leerlo después. Así podrán verse todos los fallos; aunque, si no recuerdo mal, el principal debe ser (y no es la primera vez que me pasa) la ruptura de ritmo por escribirlo a última hora, rápido y a saltos (días alternos, al salir del trabajo), sin tiempo para revisarlo antes del cierre del plazo.
Para quien desconozca el proyecto, se trata de una antología de relatos que tienen como hilo conductor un Colt Peacemaker que va cambiando de manos de una a otra historia. Y el relato final, el que salió a concurso, debía empezar con el revólver en manos de una joven mujer mexicana en la segunda década del siglo pasado.
Sin más, os dejo con el relato:
LA HIJA DEL
QUIRO
por
Félix Cancelo Enríquez
Se llamaba
Isabel Bonita Quireza de Chacón, y cuando la conocí ya era una leyenda. Entró
en la tienda con la seguridad de quien ha vivido más allá del miedo, y la
reposada altanería que solo las mujeres mexicanas que merecen el calificativo
de señoras poseen con naturalidad. Y me vendió este mismo colt peacemaker, por el que pagué ciento
veinticinco dólares. Al contado. Porque, caballeros, tienen aquí el arma que
mató a don Emiliano Zapata.
Según me contó
la señorita Quireza, guardaba el revólver con ella, para su propia seguridad,
desde el día en que se vio obligada a abandonar su pueblo natal de La
Magdalena. Sus padres habían muerto, y los vaivenes de revolucionarios y
contrarrevolucionarios —eran los días posteriores a la revelación del Plan de
Ayala, y las tropas del general Felipe Ángeles cazaban zapatistas por el estado
de Puebla— dejaron a mucha gente humilde aún más desposeída. Y no pocos
murieron, ya fuese por balaceras, hambre o enfermedades, viendo los movimientos
de bandas de hombres armados que decían luchar en su nombre sin llegar a
comprenderlos del todo. Y sería, calculo yo, iniciado el año mil novecientos
trece cuando conoció a don Emiliano, el único jefe del ejército Libertador del
Sur.
Era un sueño
para la joven campesina, que veía cómo crecía la admiración por el general
rebelde al mismo tiempo que el número de sus seguidores. Y él se había fijado
en ella. Comprendan que todavía estaba en la edad en la que un hombre con el
mundo a sus pies, una mirada de tigre y un mostacho como mandan los cánones es
la imagen de Dios en la Tierra para una mujer. O lo era en aquellos años,
cuando los hombres que eran hombres aún llevaban mostacho y no los bigotillos
que se estilan ahora. Pero en la nube en que vivía entonces, les decía, fue
descuidada y no supo ver que los hombres poderosos son, si me permiten la
comparanza, como gallos a quienes nunca faltan gallinas. O como abejas,
dispuestas a volar de flor en flor, frente a las que despliegan sus mejores
galas los brotes más hermosos de los contornos. Y, si hemos de ceñirnos a la
verdad, convendrán conmigo en que don Emiliano nunca fue hombre de una sola
mujer. No puedo estar seguro de si en aquellos meses todavía era el esposo de
la señora Josefa Espejo o si ya estaba casado con doña Petra. No era un hombre
libre, de todas formas, aunque cuentan las malas lenguas que ni a su hermano
Eufemio ni a él les importaba eso lo más mínimo cuando las legítimas no estaban
cerca. Y no tengo motivos para dudar de la palabra de doña Isabel Bonita cuando
me contó que era una de sus amadas.
Como suele
suceder en estos casos, no tardó mucho en saltar la liebre. Y la joven
descubrió que no era la única que iluminaba los ojos de su bravo general. Y ahí
podría haber quedado la cosa: en unas pocas lágrimas, un corazón roto y un alma
desencantada de por vida con las falsas promesas de los hombres. Pero no hay
que subestimar la ira que anida en el pecho de una mujer despechada, y más si
bulle en su primer desaire. Así que, conteniendo las lágrimas, la muchacha se
plantó delante de don Emiliano en una cantina de Jumiltepec, y le soltó a la
cara todos sus reproches. El general era hombre bragado, y no iba a consentir
que una mujer, casi una niña, le faltase al respeto en público. Miró a su
alrededor —lentamente, le pareció a ella— y, con un giro fulgurante, la
abofeteó con tal fuerza que la derribó contra el suelo polvoriento.
—Si tuviera mi
revólver no osaría usted tocarme —reprochó la muchacha—. O si fuera un hombre…
—Sal de acá
antes de que olvide que no lo eres —cuenta que le reprochó él con sorna— ¿Qué
revólver va a tener una chavita como tú?
Las risas de
todos los presentes ardían más en sus mejillas que la huella de los nudillos de
don Emiliano Zapata, eso seguro. Y peor aún fue la vergüenza de no contener las
lágrimas que afloraron a sus ojos entrecerrados. Pensó en volver a encararse
con quien tanto la ofendía, pero el que había sido la brújula que guiaba su
rumbo apenas días atrás se alzaba ahora como un inmenso escollo, un enemigo
insalvable para quien ella no era nada, ignorándola con el mayor de los
desprecios mientras volvía a disfrutar las chanzas de sus seguidores. Así que
echó a correr, intentando huir del pasado, del mundo, de su vergüenza, de sí
misma… Ciega no solo al camino que seguía, sino a la imposibilidad de huir de
aquello que la acompañaría siempre. Volvió a su habitación, revolvió con
frenesí las escasas propiedades de su arcón, destrozando los dos recargados
vestidos que, obsequio del objeto de su odio, eran antes su mayor tesoro. Y
recuperó el revólver que yacía allí olvidado, que sería desde entonces su
esperanza, el instrumento de su redención y su profesión más preciada. Y les
juro, caballeros, que sentí un escalofrío al ver la mirada de odio de doña
Isabel Quireza mientras me decía «Creo que puedo afirmar que fue aquella noche
cuando dejé de ser la niña que había huido de La Magdalena para convertirme en
La Hija del Quiro».
Tiene gracia,
si lo piensan: Everardo Quireza no fue más que un campesino humilde, anónimo,
anodino, del que nadie se acordaría en esta sala si no fuese por su hija. Sin
embargo, en el momento en que la joven Isabel inició el camino sangriento que
la inmortalizaría en la historia de México, todos los que oían sus infames
hazañas se referían a ella como Hija del Quiro; la vengativa heredera de don
Everardo Quireza —sí, el imaginario popular le concedió el don—, de quien decían que luchó años atrás por la libertad de los
campesinos del estado de Puebla contra don Victoriano Huerta, don Francisco
Madero o el mismísimo don Emiliano Zapata. Es prodigiosa la imaginación del
pueblo, ¿no les parece? Poco tardaron en convertir la humillación de Jumiltepec
en una historia épica que empezaba con la traición entre rebeldes y la muerte
del héroe campesino que nunca había existido para concluir con la venganza de
la hija bienamada, primero como mujer y luego como bandolera, abriéndose paso
en un mundo de hombres gracias a su sangre fría y al revólver, un colt peacemaker llegado del norte, que había
heredado de su padre fallecido. ¿Qué revista pulp yanqui no compraría hoy en día semejante relato? Apuesto a
que, si la señorita Quireza hubiese nacido gringa, ya le hubieran dedicado
alguna película.
La verdad,
como creo que sabrán, es más prosaica: no solo el origen de su disputa con don
Emiliano poco tenía que ver con la épica venganza que la gente creía, sino que
sus métodos poco se parecían a la figura heroica que se cantaba en los
corridos.
—Nunca aprendí
a disparar muy bien, ¿sabe? —me confesó la señorita Quireza el día que me contó
su historia—. Lo cierto es que no lo necesitaba. Ya tenía otros que disparasen
por mí. Y solo quería disparar a un hombre.
He de
reconocer que bastante había oído las leyendas de la Hija del Quiro. Y que la
historia resultó ser muy diferente en los labios de doña Isabel, convirtiéndose
en una obsesión maleva que la llevó a enfrentar, sin importar su bando o
intenciones, cualquier acción emprendida por don Emiliano Zapata. Con esa nueva
información, resultaban creíbles las habladurías que la ligaban al general
Antonio Villarreal, incluso después del matrimonio del militar en España, para
conspirar en contra de su enemigo. Quién sabe si pudo ser verdad que fue
influencia de la señorita Quireza su afiliación al bando de don Venustiano Carranza,
aunque personalmente lo dudo. Lo único cierto es que, historias legendarias
aparte, poca influencia tuvo la joven Isabel Quireza en el devenir de los
acontecimientos. Y poco éxito en eclipsar la buena estrella que acompañaba al
general Zapata, cuyo Ejército Libertador del Sur controlaba Puebla y Morelos,
parte de Guerrero y otras tantas plazas, cada vez más cercanas a Ciudad de
México. Y, para cuando empezó el año mil novecientos quince, ya había formado
alianza con el general Pancho Villa —llegaron a fotografiarse, recuerden, en el
sillón presidencial, en Ciudad de México— y tomaba la misma ciudad de Puebla.
La buena
fortuna no dura para siempre, y los reveses parecen golpear en los momentos en
que los hombres nos creemos más invulnerables. Y la estrella de don Emiliano
empezó a eclipsarse ante los avances de las tropas leales a don Venustiano
Carranza, dirigidas por el general Pablo González Garza. O eso cuenta la
historia oficial. Pero las tropas carrancistas estaban dirigidas por otra
voluntad: la de doña Isabel Bonita Quireza. Mientras se extendía la leyenda de
la Hija del Quiro, de quien nadie podía decir si era revolucionaria,
carrancista o simple bandolera, la joven con apariencia de heredera de buena
familia se movía a sus anchas entre la intelectualidad de Ciudad de México,
haciendo llegar a oídos del presidente Carranza y sus generales lo que los
campesinos de Morelos, Puebla y Guerrero confiaban a su contrapartida de las
serranías. Y el ejército constitucional llegó a tomar incluso Cuernavaca, antes
de las contraofensivas zapatistas. Y después, el fin: la causa suriana se
quedaba sin apoyos, los campesinos se acogían a las reformas del ejecutivo
Carranza y la presencia de un libertador ya no era necesaria, quedando don
Emiliano Zapata como un mero guerrillero ya prácticamente acorralado para las
fechas en que terminó la guerra en Europa.
Así, a
principios del mes de abril de mil novecientos diecinueve, doña Isabel Quireza
volvió a ver de frente a don Emiliano Zapata. Se encontraron, me contó ella, en
las cercanías de Chinameca. El general del Ejército Libertador del Sur,
desconfiado y oculto en las serranías, aceptó la reunión con la Hija del Quiro,
consciente de su leyenda. Y ella se presentó haciendo honor a su papel: vestida
como una amazona, con falda de montar, sombrero charro y canana en bandolera,
además del colt peacemaker que
adornaba siempre su cadera.
—Creo que
puedo ayudarlo con su problema, mi general —le dijo tras los saludos
habituales, la mano apoyada con descuido en la culata del colt mientras
intentaba ocultar la rabia acumulada durante años, mezclada con el relativo
alivio de comprobar que él no la recordaba. Relativo, porque no hay peor
puñalada para el corazón de quien alguna vez amó que el olvido de su amado.
—Pues usted dirá,
doña Quiro —respondió don Emiliano, tranquilo y canchero, muy en su papel de
líder de hombres—, qué problema es ese y qué solución me propone.
—No me diga
que no sabe que lo tienen cercado. Y hasta un puma puede caer si lo rodean
suficientes hombres.
A don Emiliano
Zapata pareció complacerlo la comparativa con una fiera de apariencia tan
noble, pero se mordía los bigotes con disimulo, sabiendo que su interlocutora
tenía razón.
—En peores me
he visto —dijo, con poca convicción—. En mucho peores, la neta.
—No me tome
por tonta, mi general. ¿Sabe que puedo conseguirle la ayuda del As de Oros?
—¿El As de
Oros? —la sorpresa del general Zapata parecía sincera. La sonrisa de doña
Isabel, que veía como picaba el cebo, lo era—. ¿Qué ayuda puedo esperar del
coronel Guajardo?
—El coronel
está descontento con el trato que recibe del gobierno de Carranza. Me dijo que
todos los méritos son para González Garza, pero toda la lucha es para él. Y no
le falta razón…
—No confío en
un pinche carrancista —replicó don Emiliano, henchido en su orgullo.
—¿Y si yo le
consigo una prueba de su sinceridad? —La Hija del Quiro se acercó, desafiante,
al Caudillo del Sur. Él le sostuvo la mirada, pero ni reconoció a la joven
Isabel Bonita ni supo leer los rescoldos del odio que aún ardía en sus ojos
oscuros. —Sé que tiene enemigos, mi general. Hombres que nunca dejarían que se
acercase a ellos. Y, sin embargo…
—¿Está
pensando en alguien en concreto, señorita? —don Emiliano la miró un momento,
con curiosidad; pero siguió hablando antes de que ella pudiese responder—. Me
sorprende, a pesar de su fama, ver a una mujer mezclada en estas trifulcas. Y
me sorprende más todavía comprobar que no solo es joven, sino hermosa.
—No me
requiebre, general. Recuerde que soy la Hija, y no la Esposa. Y céntrese en lo
que estamos.
—Me gusta su
valor, carajo —sonrió el Caudillo del Sur—. Guarde sus secretos, y déjeme a mí
con los míos.
—Victorino
Bárcenas era de los suyos. Hasta hace unos meses.
—¿Qué tiene
usted con ese Judas? —La sorpresa del general iba en aumento al comprobar que
la mujer que tenía frente a él tenía las ideas más claras que muchos de sus
lugartenientes.
—Yo nada
—respondió doña Isabel con un gesto displicente—, pero usted sí tenía algo. Al
menos, hasta que el general Bárcenas aceptó a amnistía presidencial.
Don Emiliano
Zapata parecía no escuchar ya lo que le decían, perdido en sus recuerdos.
Recuerdos poco agradables, a juzgar por sus ojos encendidos por la ira de
saberse traicionado sin poder alcanzar su justa venganza. Un sentimiento del que
Isabel Bonita Quireza de Chacón sabía mucho.
—El general
Guajardo es un bruto, pero puede entregarle al traidor de Victorino Bárcenas
como prueba de buena voluntad. Y se pasará a la revolución con sus hombres,
dólares y municiones.
El trato quedó
cerrado en el momento. Y la intermediaria, y auténtica artífice de la
conspiración que así se ponía en marcha, se encargó personalmente de llevar el
mensaje al coronel Jesús María Guajardo Martínez, presentándose en la
guarnición dirigida por el general constitucionalista bajo la menos llamativa
apariencia de una joven decente de la alta sociedad. El hombre al que llamaban
As de Oros, sin embargo, no parecía contento con el resultado de la
negociación. «¿Cómo se atreve ese pendejo a pedir una prueba de mi compromiso?»,
me contó doña Isabel que oyó decir, cuán deliciosa ironía, a quien realmente
estaba traicionando la palabra que acababa de dar al jefe del Ejército
Libertador. Aunque, para ser justos, el coronel Guajardo no era un traidor, ya
que obedecía órdenes de sus superiores y en ningún momento se le pasó por la
imaginación, por lo demás escasa, la posibilidad de cambiar de bando. Si no era
un traidor, era un espía. Y eso, para un hombre de honor —militar y mexicano,
en aquella época; imaginen ustedes lo que significa eso— como cuentan que era,
resultaba lo bastante humillante como para que su cólera ante la justa
desconfianza de su objetivo resultase más auténtica que fingida.
La decisión
final estaba en manos de la presidencia. Háganse cargo, caballeros, de la
importancia que debía tener para don Venustiano Carranza librarse de la molesta
espina de los rebeldes del sur, ya que no podría contar con ningún general
Pershing para perseguir a Zapata emulando la situación en el norte del país. Solo
la desesperación explica que diese luz blanca al general González Garza para
disponer de las vidas de hombres fieles a su causa de la manera que fuese
necesaria. Y, sin demasiados escrúpulos, el general firmó la sentencia de
muerte de la tropa del comandante Victorino Bárcenas.
—Lo malo —le
dijo Pablo González Garza a la señorita Quireza— es que no tenemos seguridad en
que Guajardo tome la plaza.
—La tenemos,
mi general. La tenemos, si el propio comandante de la plaza está dispuesto a
rendirla.
—¿Y lo está,
señora?
—Yo me ocuparé
de que lo esté. No lo llaman Judas por nada…
Si recuerdan
ustedes lo que sucedió después, no les extrañará que doña Isabel Quireza me
pareciese avergonzada mientras me relataba esa parte de la historia. Tal vez
fue por eso que decidió pasar por encima de los siguientes acontecimientos con
un escueto «No quiero aburrirlo con más detalles, que ya bastante tiempo le he
robado con los recuerdos de mi juventud. Supongo que estará usted ansioso por
oír lo que he venido a contarle: cómo este revólver mató a don Emiliano Zapata».
Y he de confesar que sí estaba intrigado por esa reiterada afirmación, que
contradecía la versión oficial que todos conocemos. Pero, a aquellas alturas de
la narración, ya me había dejado llevar por ella y me encontraba tanto o más interesado
en conocer las circunstancias en que la joven que tenía ante mí, la Hija del
Quiro, había formado parte de la historia reciente de nuestra nación que en los
hechos que harían famoso este revólver que, en mi fuero interno, ya había
decidido comprar. Como supongo que les sucederá a ustedes…
Así que, como
el tiempo aún nos acompaña, permítanme la libertad de completar el relato que
la señorita Quireza dejó a medias, de manera que aun los más jóvenes entre
ustedes se hagan una idea de lo que era vivir en este país en la segunda década
del siglo.
El general
Victorino Bárcenas, eso ninguno ha podido olvidarlo, murió hace solo unos años,
durante la Guerra Cristera. Resulta claro que no fue sacrificado por el
gobierno carrancista, y no es difícil discernir la mano de la Hija del Quiro en
la nueva traición del entonces comandante. «No lo llaman Judas por nada», le
dijo a don Pablo González. Y doy fe personalmente de la capacidad de convicción
casi hipnótica de esa mujer de ojos oscuros y mirada fija. No es extraño que el
coronel Guajardo pasase al lado rebelde con completo éxito, tomando la posición
defendida por el comandante Bárcenas sin demasiadas complicaciones, y tomando
presos a más de cincuenta de sus hombres de confianza. Solo el premio mayor, el
propio comandante, escapó a la encerrona que, vista con la perspectiva que dan
los años transcurridos, resulta cada vez más claro que ayudó a preparar.
Lo terrible de
la historia es que don Emiliano Zapata no era un simple ni un zote a quien se
pudiese engañar con semejante pantomima, ni siquiera con la palabra de don
Eusebio Jáuregui avalando el cambio de bando: exigió que el coronel Guajardo
fusilase a los prisioneros —«a esos pinches cerdos federales traidores»,
cuentan que dijo— para demostrar su adhesión a la causa. Nuevas cartas cruzadas
entre el estado de Morelos y la capital, y el destino de cincuenta hombres
quedó sellado. ¿Comprenden ahora, si tienen algo de sangre en las venas, la
vergüenza de doña Isabel? No es lo mismo ver morir a hombres en combate —y en
esos años, con la muerte recorriendo México a sus anchas, la vida de un hombre
valía menos que la bala que se la quitaba— que saberse culpable, directa o
indirectamente, de enviar a la tumba a cincuenta soldados sin darles
oportunidad de pelear, acribillados en el paredón como peones involuntarios en
un juego del que nunca supieron que eran piezas. A quien no le tembló la mano,
y no me extrañaría si hacemos caso de las barbaridades que se cuentan de él,
fue al coronel Jesús Guajardo. Me pregunto si llegó a acordarse de sus acciones
de aquel día cuando, al año siguiente, él mismo fue fusilado en Monterrey por
rebelión contra el presidente Huerta, desconociendo al gobierno porque este, en
deuda con los zapatistas, pensaba entregarles al autor material de la muerte de
su jefe. Al menos hay que reconocerle que encaró la muerte como un valiente,
con saco elegante y la cara limpia y recién rasurada para la ocasión.
Cumplida su
macabra comisión, el coronel Guajardo formaba parte ya del Ejército Libertador
del Sur. Y el general Feliciano Palacios, por órdenes del propio Atila del Sur,
le encomendó tomar la plaza de Jonacatepec. Hazaña que resultó harto sencilla
para un hombre que no solo conocía las disposiciones de la guarnición, sino las
órdenes que los soldados federales deberían seguir en caso de ataque. En apenas
dos semanas, el coronel Guajardo se había ganado un puesto entre los rebeldes
surianos. Y tenía en su poder cinco mil cartuchos de la muy necesaria munición
para entregar a su Caudillo, don Emiliano Zapata, con la condición de hacerlo
en persona «pues no está bien que un hombre luche por alguien a quien nunca ha
mirado a los ojos». No sin ciertas reticencias, propias de la paranoia
desarrollada por quien lleva largo tiempo siendo perseguido, don Emiliano
Zapata aceptó encontrarse con su nuevo coronel la mañana del diez de abril de
mil novecientos diecinueve en Chinameca.
Pasaba ya del
mediodía, con el sol brillando entre algunas nubes altas, cuando Feliciano
Palacios se acercó a la Hacienda de Chinameca, comisionado por el general
Zapata para confirmar que todo estuviese en orden antes de personarse en el
lugar. Se entrevistó con el propio coronel Guajardo, quien le aseguró que
estaba ansioso por platicar con su nuevo general, al que recibirían con honores
militares. «Como se merece, carajo», cuentan que fueron las palabras exactas
del renegado federal. Parece que don Feliciano, que no era el primer enviado
del Atila del Sur desde su llegada a la zona unas cuatro horas antes, quedó
convencido de la buena fe de don Jesús María Guajardo. Por lo que regresó al
campamento de los suyos para organizar la visita.
—Solo quiere
convidarlo al almuerzo, mi general. Incluso le ha regalado un alazán para la
ocasión.
—Eso parece,
eso parece… —Dubitativo, don Emiliano atusaba las guías de su bigote. Rodeado
por hombres de confianza, lo mejor de sus tropas, no tenía nada que temer. Pero
el viejo instinto le decía que si entraba en el terreno de quien servía a
Carranza apenas dos semanas antes…
—Hace bien en
desconfiar, general —le confirmó la mujer que, ocultos sus rizos bajo un
sombrero charro y portando un colt de otra época al cinto, se sentaba en una
roca cercana—. No se acerque sin escolta.
—No pensaba
hacerlo, doña. El general Palacios y el capitán Castillo me acompañarán.
—Junto a una
guardia de honor, como merece su categoría —terció el mencionado general
Palacios.
La Hija del
Quiro sonrió antes de levantarse y caminar con desenvoltura un par de metros,
hasta asomarse a Chinameca, más al norte, totalmente visible desde el
campamento de Piedras Encimada.
—No debería ir
usted en primer lugar, don Emiliano. Yo lo he traído hasta aquí, y pretendo que
todo acabe como debe acabar: déjele su saco y su sombrero a uno de sus hombres,
y veremos las intenciones del coronel Guajardo.
Según contó
don Salvador Reyes Avilés, pasaban unos minutos de las dos de la tarde cuando
don Emiliano Zapata, el Atila del Sur, llegó al dintel de la puerta de la
Hacienda de Chinameca acompañado por su escolta, nueve hombres leales y bien
armados dirigidos por el general Palacios. Todo parecía ir según lo previsto,
ya que el capitán Ignacio Castillo conferenciaba con su anfitrión, el coronel
Guajardo, unos metros más allá de la puerta vigilada. Algunos de los escoltas,
hombres bragados y bien avisados, miraban con suspicacia a los desertores
federales que vigilaban, a intervalos irregulares, el cercado de la finca. Pero
el general parecía tranquilo, y se adelantó hacia el ordenanza de la puerta,
montando orgulloso el alazán que le habían obsequiado esa misma mañana y al que
ya los hombres se referían como As de Oros, mientras Castillo saludaba su
llegada con una sonrisa. Se adentró en la hacienda, seguido al trote por sus
leales, mientras veía a su derecha un grupo de soldados que se disponían a rendirle
honores. El guardia que lo recibió dio un paso al frente, clarín en mano, y
entonó tres largas notas que avisaban de la dignidad del recién llegado.
Satisfecho, el Caudillo se volvió en su caballo para hacer una seña a los
cerros del sur. No vio, por ello, el revólver que sustituyó al instrumento
musical en manos del soldado a su vera. Solo sintió el impacto en su pecho
antes de oír el estampido del disparo.
Después, si me
permiten la expresión, se desató el infierno. Los honores que los soldados, aún
federales, rindieron a los recién llegados consistieron en una descarga cerrada
de fusilería. La mitad de las balas aún impactaron en el cuerpo del cabecilla
antes de que llegase a tocar el suelo, rematándolo mientras intentaba
desenfundar el arma que no llegaría a disparar. Junto a él cayó, cubriéndolo
con su cuerpo yerto, Feliciano Palacios. También murió ese día Ignacio
Castillo, ejecutado por el revólver del coronel Guajardo cuando, la sonrisa
congelada en su rostro, se adelantaba para ayudar a sus compañeros de armas.
Dice la crónica de don Salvador Reyes que él vio de primera mano cómo moría
Emiliano Zapata, y que pocos salvaron la vida al huir de los federales que los
rodeaban. Se atreve a afirmar, incluso, que la tropa que esperaba en los cerros
se desbandó sin saber bien qué estaba sucediendo.
En realidad,
don Emiliano Zapata seguía con vida en los cerros, con la sangre ardiendo
vengativa en sus venas al ver la traición que le aguardaba en Chinameca. Veía
huir a los últimos de los valientes que habían ocupado su lugar, y podía
distinguir el cadáver del hombre al que tomaron por él. «Creo que se llamaba
Manuel», me dijo la señorita Quireza, «pero ya no estoy segura». En aquellos
momentos tenía otras cosas en las que pensar, pues ya reunía el general a los
soldados que deberían tomar al asalto la Hacienda de Chinameca.
—¡Espere, mi
general! —lo detuvo con un grito, reforzado por la suave presión de su mano
sobre el hombro del caudillo airado—. Piense lo que hace, hombre. Seguro que
hay más tropa que la que se ve ahora. ¿Es que va a dejar que el sacrificio de
esos valientes sea en vano?
Don Emiliano
Zapata la miró un momento, con los ojos muy abiertos y una expresión casi
ausente, sosteniendo el revólver en su mano crispada mientras la mandíbula
empezaba a temblarle bajo el fiero bigote.
—Conozco un
sitio, mi general —continuó ella, con un tono suave y calmado que se convertía
casi en un susurro—. Un lugar donde estaremos a salvo de esos traidores, hasta
que pueda usted vengarse.
—Los hijos de
la chingada… —el general miraba ahora a un lado y a otro, valorando el ejército
con el que contaba en ese momento—. Seguro que ahora mismo está saliendo un
escuadrón de caballería de Cuautla.
—Pues vamos a
Jumiltepec.
Así se cerró
la trampa. Les juro, caballeros, que el rostro de doña Isabel Bonita reflejaba
el odio que debió sentir aquel día cuando rememoraba los hechos para ponerlos
en mi conocimiento. Pero don Emiliano Zapata no se dio cuenta, en el calor del
momento, y ordenó a su hueste que se dispersasen, que evitasen las patrullas
federales y regresasen a la plaza fuerte de Cuernavaca. Allí se reuniría con
ellos, por el bien de la Revolución. Por lo pronto, cabalgó en un corcel blanco
con un único escolta rumbo a Jumiltepec, al lado de la Hija del Quiro, a quien
todavía consideraba su aliada. Rumbo al lugar donde se gestó el odio.
Se ocultaron
hasta la noche en la habitación alquilada a gente fiel a la Hija del Quiro.
Pero don Emiliano estaba ya de los nervios, y su acompañante sugirió templar
los ánimos con un tequila en la cantina, ya vacía de ojos indiscretos. Con su
único escolta custodiando la puerta, el hombre que de nuevo había burlado a la
muerte se relajó, por primera vez en horas, bebiendo junto a una mujer hermosa
que cabalgaba como un hombre. No decía nada, sin embargo. Miraba sin ver,
rumiando su venganza mientras se mordía las puntas de los bigotes, brindando en
silencio con los fantasmas de los hombres que había sacrificado aquel
atardecer. De rato en rato miraba de reojo a su compañera, acordándose de su
amada Petra Torres y de las mujeres que habían pasado por sus manos antes que
ella.
—¿Recuerdas lo
felices que fuimos aquí, Emiliano?
La pregunta lo
cogió por sorpresa, pues era una voz de otro tiempo que ya creía olvidado la
que le hablaba. Todo seguía igual que entonces, pensó al darse la vuelta para
ver la cantina de Jumiltepec, casi vacía de parroquianos, y la chavita de
cabellos fragantes y ojos oscuros que besaba el suelo que él pisaba, en los
días en que la vida era buena. La misma que lo miraba ahora de frente, ya una
mujer altiva y orgullosa de mirada ardiente que lo encañonaba con un colt peacemaker sostenido con mano firme.
—¿Eres tú,
Bonita? —preguntó, afirmándose en la barra para no perder el equilibrio al
levantarse del taburete, perjudicado como estaba por el exceso de tequila en
ayunas—. ¿Qué haces con ese revólver? ¿Es el de tu padre? Suéltalo, o te harás
daño…
—¿Te acuerdas
—lo interrumpió ella con tono monocorde— de la humillación? Han pasado ya casi
seis años, pero todavía me escuece la mejilla cuando estás cerca.
—Pinche perra,
no me apees el tratamiento. ¿Acaso me perdiste ya el respeto? ¿Para qué me has
traído aquí? ¿De donde sales?
—He venido a
buscar las disculpas que me debes.
—¡¿Disculpas?!
—el rostro del general Zapata estaba desfigurado por la ira acumulada, que
explotaba ante la provocación inmediata— ¿Qué disculpas le debo yo a una mujer?
No serás la primera a la que tengo que poner en su sitio…
—¡No me alces
la mano, cabrón! —le espetó para pararlo en seco, agitando el peacemaker frente a él, apenas a medio
metro del tembloroso mostacho—. Te dije que no te atreverías a tocarme si tenía
mi revólver conmigo. Y ahora lo tengo.
—Yo también
tengo un revólver —respondió don Emiliano, bajando la mano lentamente hacia la
funda que colgaba en su cadera—. Y lo he usado más de una vez. ¿A cuántos
hombres has matado tú, pendeja?
No hubo más
conversación. Don Emiliano Zapata llevó la mano con rapidez a su arma, pero no
llegó a tocarla: el colt peacemaker
que apuntaba a su cuerpo escupió fuego dos, tres veces, temblando en las manos
inexpertas de la tiradora. Pero no podía fallar a esa distancia, y quien había
sido el Atila del Sur se derrumbó contra la barra, deslizándose al suelo
polvoriento de la cantina mientras se ahogaba en la misma sangre que empapaba
su camisa. Y murió susurrando algo que la señorita Quireza no llegó a entender.
O me dijo que no llegó a entender…
Poco más hay
que contar. Los disparos, y los parroquianos huyendo de la trifulca alertaron
al escolta, que entró a la carrera. Poco esperaba que fuese su aliada la autora
de los disparos, y perdió un instante precioso en buscar al asesino. Para
cuando comprendió la verdad, dos balas perforaban ya su cuerpo, arrebatándole
la vida. La noticia del pleito de la cantina se extendió rápidamente, y el
propio coronel Guajardo acudió a recoger el cadáver que, con la sangre de las
heridas todavía fresca, sería expuesto ante los curiosos en Cuautla para que
todo el estado de Morelos supiese que el general Emiliano Zapata estaba muerto.
El resto ya lo ha contado la Historia, la que omite lo sucedido en la cantina
de Jumiltepec.
¿Y la mujer
que mató al caudillo suriano? Su nombre era Isabel Bonita Quireza de Chacón, y
me vendió este revólver. Nunca volví a verla.
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